¿Crees que trato de buscar una pareja que no hable mi idioma porque he renunciado a que me entiendan? Tal vez, con la excusa del lenguaje, les perdono no lograrlo. Escribe Javier un miércoles por la noche. Sus preguntas siempre aparecen cuando menos te lo esperas, como las tormentas de verano, los sustos en las películas, los granitos antes de un evento importante.
En las islas Marianas del Norte se habla el chamorro. El chamorro procede del español y contar del uno al diez suena tal que así: “Uno, dos, tres, kuatro, sinko, sais, siete, ocho, nuebi, dies”. La mitad de su idioma se parece al nuestro, incluso han heredado nuestra singular letra Ñ. A pesar de ello, a los habitantes de estas islas del mar de Filipinas, les costaría entendernos - al menos, completamente.
Uno empieza a aprender idiomas por diferentes motivos; por necesidad, por profesionalidad, por ambición, por amor - que engloba todos los otros. Hay una frase en La hazaña secreta (Turner, 2018) de Ismael Grasa a la que vuelvo a menudo: “Estudiar idiomas, incluso los más raros, sirve también para descansar, porque hay en esa actividad algo de infantil y de primario, ese aprender a decir “limón”, “tigre”, “hola””. Estudiar idiomas es como volver a crecer, en otra lengua. Uno se vuelve niño, porque no sabe describir la inmensidad, lo complejo, lo que no se puede tocar. Hasta que no alcancemos cierta madurez idiomática, el hacernos entender de una manera completa, nos será casi imposible - y tal vez nunca suceda.
Escribe Mauricio Wiesenthal en Derecho a disentir (Acantilado, 2021) - en este caso, refiriéndose al conocimiento de otras culturas - que en cierta manera, lo que hacemos, es expandir los horizontes de nuestra alma. Es cierto que a veces necesitamos viajar - saborear, ver, oler, sentir, en primera persona del singular -, pero no hay travesía más compleja, desafiante y gozosa que la de entrar a conocer una lengua diferente a la materna. Adriana Dominguez lo describe de una manera muy bonita cuando dice que “el lenguaje es entrar en el corazón de una cultura”. Pero el descenso al corazón de una cultura nunca es lineal; hay pasadizos secretos y verdades irreconocibles. Existen expresiones, palabras, letras, que de alguna manera, no se pueden traducir y solo pueden comprenderse desde la fe. En el corazón de las lenguas, no habita el horror, sino una inmensa claridad.
En El nombre de la rosa (Lumen, 2015) de Umberto Eco mora un personaje que llevo a todas partes: Salvatore. El extraño individuo habla una lengua inventada que ha ido construyéndose a partir de otras en que las se hablaba en cada una de las regiones por las que ha transitado. De aquí y de allí, Salvatore ha tomado expresiones de quienes han sido sus maestros formando un collage de jergas más o menos comprensible. Todos los que estudiamos idiomas, nos hemos construido como Salvatore. En nosotros, mientras hacíamos el camino a lo profundo, habitan cada uno de los elementos que nos han sido enseñados, fabricando una personalidad, un vocabulario, unas ideas, un saber estar diferente al primigenio. En otro idioma, nos erigimos a raíz de los pedazos de nuestros maestros. Javier dice no ser la misma persona en cada uno de los idiomas que habla. Lo entiendo, lo comparto. Hay una contorsión del ser, un desdoblamiento del carácter, a veces, muy difícil de explicar.
Solemos hablar de “barrera del idioma” porque una barrera se puede saltar, sufragar, elevar, quebrar, vencer. No es un muro, una fortaleza, un coloso, un dragón. Existe una hazaña en tratar de superarla, y cuando se consigue, uno vuela. Cuenta Paz Vega en el Hotel cómo fue para ella vivir en Estados Unidos sin saber el idioma, cómo fue criar a sus hijos en una lengua que no era la suya, la materna: una batalla, un reto, una victoria, una conquista. Esta mañana me llama Arturo, tiene que dar una charla en francés, y además tiene que ser gracioso. Tengo un par de memes en mi presentación - me comenta. Ser divertido, en otro idioma, también es otro síntoma del dominio que uno adquiere. Enfadarse, el segundo.
A mi alrededor - y yo misma -, ocurre que a veces elegimos estar con personas que no hablan nuestra lengua, pero lo hacemos por motivos siempre misteriosos, como nosotros mismos. Puede ser que muchas veces busquemos diluirnos en otros idiomas solo porque existe la esperanza perpetua de que llegue alguien que quiera, de verdad, aprender nuestro dialecto. De la misma manera que nosotros tendremos que aprender el de otros - al existir tantas lenguas como personas habitan el planeta. Aprendemos idiomas y aprendemos a querer, siempre, desde cero. Como niños, como Salvatore, somos construcciones de quienes nos han enseñado algo, y sino, tratad de buscar de dónde proceden vuestras expresiones más frecuentes y os descubriréis en los trazos de aquellos quienes alguna vez tuvieron la paciencia en enseñaros algún misterio.
Quedan unos 50.000 hablantes de chamorro dispersos por el mundo. Su idioma, como los propios, se encuentran al borde de la extinción. Nuestra singularidad es tan difícil de aprender que a veces es un reto para nosotros mismos. A pesar de ello, siempre habrá gestos infinitos de amor que superen las barreras del idioma. Así que tal vez no importe tanto en qué idioma uno se comunica con su pareja, si esa persona, al agacharte para recoger algo del suelo, protege la esquinita de la mesa para que no te golpees al levantarte. Ese idioma, lo entendemos todos.
me flipa entero, sobre todo el final!!